El secreto, rasguñaba el alma, quemaba el estómago, hacía doler el pecho.
Debía ocultarlo, al menos por un tiempo más, no quería que la ciudad la señale, no quería avergonzar a sus padres. Tragaba las ganas de gritarlo, aguantaba las ganas de tocarla, la bronca que mataba a su cabeza, y el dolor y las lágrimas que invadían su mesa.
Temía que si lo seguía escondiendo podría perderla…
La pasión en una jaula estaba encarcelada, y ella asustada creía ya no poder controlarla.
El amor le estaba vedado, y lo tenia claro, pero le era terrible aceptarlo.
Terminaba un cigarro y encendía otro, y así pasaba sus noches, porque estaba tan vacía y sola como Juan, el mendigo del barrio.
Escribía sólo cuando estaba triste, y estos días había escrito más de cien poesías.
Esperaba, pero el tiempo no pasaba, la aguja del reloj parecía haberse detenido. El dolor se volvió insoportable, como el chillido de un cerdo en un matadero, las noches interminables, y el amor era ya para ella el añorado perfume… de una flor casi desconocida.
Decidió despojarse de su ropa y su maquillaje. Salió al jardín desnuda, su piel era tan blanca como la luna. Tomó el tramontina que estaba en su cocina, y se lo clavó suavemente en su pecho con una sonrisa.